miquel-silvestre
Curveando
- Registrado
- 7 Oct 2009
- Mensajes
- 1.054
- Puntos
- 0
Bueno, pues vamos a ello. Como veo que hay interés por las anécdotas históricas y los datos extravagantes, voy a relatar poco a poco mi viaje por los Estados Unidos pero siguiendo la estela de descubridores españoles, presencias alienígenas y personajes excéntricos.
Comenzemos por el principio, por la Península de La Florida, descubierta por Ponce de León en el siglo XVI mientras buscaba con estúpida tenacidad la fuente de la eterna juventud, o sea, El Dorado. Según los historiadores más deslenguados, su propósito era remediar la impotentia coeundi que padecía. Eran tiempos duros para la disfunción eréctil; la viagra se sintetizaba pulverizando los cuernos de los rinocerontes. Y como en América no hay tales bichos, lo que encontró el hidalgo castellano fue un paraíso para los jubilados yanquis y las sillas de ruedas eléctricas. Luego se la vendimos a los gringos en 1821 para superar otra de nuestras crisis, bancarrotas o desastres económicos, modernamente llamados “desaceleraciones”. Pero antes de eso, los españoles fundarían allí la ciudad más antigua de Norteamérica: San Agustín, con su imponente fuerte amurallado que vigila la desembocadura del río San Sebastián con unos viejos cañones que los turistas adoran.
La carretera que van en dirección norte por fin da algo más que los siete carriles rellenos de gigantescos todoterrenos. A dos dólares el galón de super, qué se joda el planeta. Es una agradable carretera estrecha que circula paralela a la costa. Paso por delante de las típicas casas de playa yanquis y de los enormes complejos turísticos. Me cruzo con infinidad de motos cuyos pilotos no llevan casco. Es legal en casi todo el país. Cruzo bosques y lagos y por fin parece un río enorme. El San Sebastián. En la orilla más alejada hay un viejo fortín español convertido en monumento nacional. El Fuerte Matanzas sirvió de exitoso baluarte defensivo contra los indios, los franceses, los ingleses y los norteamericanos. Contra lo que no podía defender era contra el calor, las enfermedades tropicales y los mosquitos que diezmaron a los desgraciados que no tenían dinero bastante para redimir su suerte y fueron a morir a las colonias de un imperio renqueante. Cuba, Filipinas, Florida o Puerto Rico. La vida en nombre de unos reyes que vendían ultramar cuando se les terminaba el crédito en los casinos.
“Soldadito español,
soldadito valiente,
la alegría del sol,
fue besarte en la frente”
Fuerte Matanzas es el preludio de San Agustín, la primera ciudad fundada en los Estados Unidos. Y lo hizo un asturiano. Con un par. Mucho antes de Fernando Alonso ya tenía Asturias adelantados por esos mundos de Dios llenos de extranjeros y de infieles que no beben sidra ni comen fabes. Pedro Menéndez de Avilés era un verdadero monstruo. Un campeón de Fórmula 1 se queda en nada ante semejante aventurero del siglo XVI. Corsario contra los franceses, caballero de la Orden de Santiago con rango de comendador, nueve veces capitán general de la Flota de Indias e incluso preso por una pequeña defraudación de impuestos a la importación. Hizo de todo y lo hizo bien. Murió en Santander en 1577. Una lástima, porque si llega a estar vivo en 1588, cuando lo de la Invencible, en Liverpool hablarían hoy castellano, serían católicos como Dios manda y los Beatles hubieran puesto de moda la rumba pop.
Para entrar en la ciudad vieja de St Agustin hay que atravesar el río San Sebastián cruzando un puente que se levanta como un ascensor para dejar pasar los barcos. El español Fuerte Moses es impresionante. Domina la bahía con sus cañones y debió ser un dolor de cabeza para franceses e ingleses. Hoy, una legión de turistas y curiosos que pagan seis dólares invaden la fortaleza. Hay unas recreaciones bastante curiosas. El español que hablan en los vídeos es sudamericano y unos actores visten trajes de época sacados de algún cuento nórdico de los hermanos Grimm. La parte vieja de la ciudad, llamada Antigua u Old Town, tiene calles con nombres españoles: Cádiz, Córdoba, Avilés. De hecho, hay un mural regalado por la ciudad asturiana como signo de amistad que nadie sabe qué demonios hace allí ni quien lo trajo. Uno de los edificios punteros es una horrenda copia de la Alambra. Se supone que este engendro urbano representa la herencia española de la que tan orgullosos están.
Pero Florida no es solo un estado de la Unión famoso por sus caimanes, los cayos, el exilio cubano de Miami, sus pálidos jubilados en silla de ruedas eléctrica, por los indios seminolas y por la proliferación de mega parques de atracciones. Florida es un estado de obligada visita para cualquier español que visite USA porque en ese surrealista terruperio tropical, horriblemente caluroso, se encuentra una absurda y surrealista joya cultural: la sede del museo de Salvador Dalí más importante en número y cantidad de piezas fuera de España.
Me encontraba en Miami, donde iba a iniciar mi viaje de costa a costa en moto, cuando leyendo una guía turística me enteré de la existencia de semejante prodigio. Como genuino admirador del trío de ampurdaneses universales: Pla, Dalí y Boadella, no podía dejar pasar la oportunidad de visitar aquel misterioso museo del que nunca había oído hablar en mis peregrinaciones a Figueres, Port Lligat o el Castillo de Pubol, excéntrico regalo de Dalí a Gala, aunque con la condición de sólo poder entrar bajo invitación expresa de su gélida mujer. ¿Cómo era posible que en una región tan hortera, húmeda y yanqui, repleta de pantanos y cantantes latinos pudieran estar depositadas más dos mil obras maestras del pintor surrealista por antonomasia, capaces de atraer 200.000 visitantes al año, casi tantos como el Disneyworld de Orlando?
La pequeña St Petersburg, al sur de Tampa, está en la costa oeste de la península y suponía apartarme de mi ruta norte hasta Daytona Beach. Atravesé la reserva india de Big Cipress y el Parque Nacional de Everglades para llegar a los horribles Naples, Charlotte, Sarasotta y St Petersburg por la interestatal 75 de seis carriles. Pero St Petersburg resultó un lugar bastante más humano y habitable de lo que me esperaba. De reducido tamaño aloja algunas facultades de la universidad de Sur de Florida que aportan savia nueva a la geriátrica sociedad local. En el centro, cerca del puerto deportivo, hay un acogedor hotelito llamado Ponce de León con un conserje cubano muy amable que recibe con alegría sincera a cualquier español.
El museo está en el 1000 de la Calle Tercera. Allí me enteré de su surrealista origen. Poco después de llegar a Estados Unidos huyendo de la guerra en Europa, el matrimonio Gala Dalí conoció a Eleanor Morse, señora de A. Reynolds Morse, un riquísimo industrial de Cleveland. Eleanor quedó prendada del surrealismo pictórico del español y ahí comenzó una gran amistad cimentada sobre los dólares del sr. Morse. En 1943, Eleanor compraría el primer cuadro, al que seguirían dos mil. Al principio, los colgaba en las paredes de su casa, hasta que la mansión se quedó pequeña. Entonces convenció a su marido para que le cediera una planta entera de su edificio de oficinas. La colección Morse, acabó abriéndose al público en 1972.
Los impuestos de sucesiones en Ohio son altos. El único hijo de los Morse no sabía muy bien qué hacer con esa herencia artística pues los padres ponían una condición: la colección permanecería unida. El heredero resolvió donar los cuadros y quedarse los negocios de papá. Pero los museos sólo aceptaban recibir obras escogidas, no el lote completo. Entonces surge la idea de poner un anuncio en el Wall Street Journal. Algo así como “Se busca sede permanente para la mayor colección privada de un genio del surrealismo”. En St Petersburg lo leyeron y ahí comenzó la historia de un museo que abrió sus puertas en 1982.
La colección, en todo caso, es notable. Hay incluso piezas de un Dalí de diez y doce años que descubren un gran artista en ciernes. La visita guiada resulta deliciosa. Es una entretenida explicación en diez minutos de surrealismo para tontos. Los visitantes visten bermudas y camisas floreadas y lanzan exclamaciones cada vez que la guía les señala algún truco óptico. Los trampantojos ocultos y los guiños de ilusionista son lo que más les gusta, como cuando descubren el rostro de Manolete escondido en una sucesión interminable de bustos de la Venus de Milo en el cuadro más importante de la exposición, el más grande y el más caro. Estos juegos de prestidigitador les encantan de verdad, son como un preludio cultural del vértigo que van a buscar justo después en Orlando, capital de los megaparques de atracciones.
Originalmente publicado en ABC
Comenzemos por el principio, por la Península de La Florida, descubierta por Ponce de León en el siglo XVI mientras buscaba con estúpida tenacidad la fuente de la eterna juventud, o sea, El Dorado. Según los historiadores más deslenguados, su propósito era remediar la impotentia coeundi que padecía. Eran tiempos duros para la disfunción eréctil; la viagra se sintetizaba pulverizando los cuernos de los rinocerontes. Y como en América no hay tales bichos, lo que encontró el hidalgo castellano fue un paraíso para los jubilados yanquis y las sillas de ruedas eléctricas. Luego se la vendimos a los gringos en 1821 para superar otra de nuestras crisis, bancarrotas o desastres económicos, modernamente llamados “desaceleraciones”. Pero antes de eso, los españoles fundarían allí la ciudad más antigua de Norteamérica: San Agustín, con su imponente fuerte amurallado que vigila la desembocadura del río San Sebastián con unos viejos cañones que los turistas adoran.
La carretera que van en dirección norte por fin da algo más que los siete carriles rellenos de gigantescos todoterrenos. A dos dólares el galón de super, qué se joda el planeta. Es una agradable carretera estrecha que circula paralela a la costa. Paso por delante de las típicas casas de playa yanquis y de los enormes complejos turísticos. Me cruzo con infinidad de motos cuyos pilotos no llevan casco. Es legal en casi todo el país. Cruzo bosques y lagos y por fin parece un río enorme. El San Sebastián. En la orilla más alejada hay un viejo fortín español convertido en monumento nacional. El Fuerte Matanzas sirvió de exitoso baluarte defensivo contra los indios, los franceses, los ingleses y los norteamericanos. Contra lo que no podía defender era contra el calor, las enfermedades tropicales y los mosquitos que diezmaron a los desgraciados que no tenían dinero bastante para redimir su suerte y fueron a morir a las colonias de un imperio renqueante. Cuba, Filipinas, Florida o Puerto Rico. La vida en nombre de unos reyes que vendían ultramar cuando se les terminaba el crédito en los casinos.
“Soldadito español,
soldadito valiente,
la alegría del sol,
fue besarte en la frente”
Fuerte Matanzas es el preludio de San Agustín, la primera ciudad fundada en los Estados Unidos. Y lo hizo un asturiano. Con un par. Mucho antes de Fernando Alonso ya tenía Asturias adelantados por esos mundos de Dios llenos de extranjeros y de infieles que no beben sidra ni comen fabes. Pedro Menéndez de Avilés era un verdadero monstruo. Un campeón de Fórmula 1 se queda en nada ante semejante aventurero del siglo XVI. Corsario contra los franceses, caballero de la Orden de Santiago con rango de comendador, nueve veces capitán general de la Flota de Indias e incluso preso por una pequeña defraudación de impuestos a la importación. Hizo de todo y lo hizo bien. Murió en Santander en 1577. Una lástima, porque si llega a estar vivo en 1588, cuando lo de la Invencible, en Liverpool hablarían hoy castellano, serían católicos como Dios manda y los Beatles hubieran puesto de moda la rumba pop.
Para entrar en la ciudad vieja de St Agustin hay que atravesar el río San Sebastián cruzando un puente que se levanta como un ascensor para dejar pasar los barcos. El español Fuerte Moses es impresionante. Domina la bahía con sus cañones y debió ser un dolor de cabeza para franceses e ingleses. Hoy, una legión de turistas y curiosos que pagan seis dólares invaden la fortaleza. Hay unas recreaciones bastante curiosas. El español que hablan en los vídeos es sudamericano y unos actores visten trajes de época sacados de algún cuento nórdico de los hermanos Grimm. La parte vieja de la ciudad, llamada Antigua u Old Town, tiene calles con nombres españoles: Cádiz, Córdoba, Avilés. De hecho, hay un mural regalado por la ciudad asturiana como signo de amistad que nadie sabe qué demonios hace allí ni quien lo trajo. Uno de los edificios punteros es una horrenda copia de la Alambra. Se supone que este engendro urbano representa la herencia española de la que tan orgullosos están.
Pero Florida no es solo un estado de la Unión famoso por sus caimanes, los cayos, el exilio cubano de Miami, sus pálidos jubilados en silla de ruedas eléctrica, por los indios seminolas y por la proliferación de mega parques de atracciones. Florida es un estado de obligada visita para cualquier español que visite USA porque en ese surrealista terruperio tropical, horriblemente caluroso, se encuentra una absurda y surrealista joya cultural: la sede del museo de Salvador Dalí más importante en número y cantidad de piezas fuera de España.
Me encontraba en Miami, donde iba a iniciar mi viaje de costa a costa en moto, cuando leyendo una guía turística me enteré de la existencia de semejante prodigio. Como genuino admirador del trío de ampurdaneses universales: Pla, Dalí y Boadella, no podía dejar pasar la oportunidad de visitar aquel misterioso museo del que nunca había oído hablar en mis peregrinaciones a Figueres, Port Lligat o el Castillo de Pubol, excéntrico regalo de Dalí a Gala, aunque con la condición de sólo poder entrar bajo invitación expresa de su gélida mujer. ¿Cómo era posible que en una región tan hortera, húmeda y yanqui, repleta de pantanos y cantantes latinos pudieran estar depositadas más dos mil obras maestras del pintor surrealista por antonomasia, capaces de atraer 200.000 visitantes al año, casi tantos como el Disneyworld de Orlando?
La pequeña St Petersburg, al sur de Tampa, está en la costa oeste de la península y suponía apartarme de mi ruta norte hasta Daytona Beach. Atravesé la reserva india de Big Cipress y el Parque Nacional de Everglades para llegar a los horribles Naples, Charlotte, Sarasotta y St Petersburg por la interestatal 75 de seis carriles. Pero St Petersburg resultó un lugar bastante más humano y habitable de lo que me esperaba. De reducido tamaño aloja algunas facultades de la universidad de Sur de Florida que aportan savia nueva a la geriátrica sociedad local. En el centro, cerca del puerto deportivo, hay un acogedor hotelito llamado Ponce de León con un conserje cubano muy amable que recibe con alegría sincera a cualquier español.
El museo está en el 1000 de la Calle Tercera. Allí me enteré de su surrealista origen. Poco después de llegar a Estados Unidos huyendo de la guerra en Europa, el matrimonio Gala Dalí conoció a Eleanor Morse, señora de A. Reynolds Morse, un riquísimo industrial de Cleveland. Eleanor quedó prendada del surrealismo pictórico del español y ahí comenzó una gran amistad cimentada sobre los dólares del sr. Morse. En 1943, Eleanor compraría el primer cuadro, al que seguirían dos mil. Al principio, los colgaba en las paredes de su casa, hasta que la mansión se quedó pequeña. Entonces convenció a su marido para que le cediera una planta entera de su edificio de oficinas. La colección Morse, acabó abriéndose al público en 1972.
Los impuestos de sucesiones en Ohio son altos. El único hijo de los Morse no sabía muy bien qué hacer con esa herencia artística pues los padres ponían una condición: la colección permanecería unida. El heredero resolvió donar los cuadros y quedarse los negocios de papá. Pero los museos sólo aceptaban recibir obras escogidas, no el lote completo. Entonces surge la idea de poner un anuncio en el Wall Street Journal. Algo así como “Se busca sede permanente para la mayor colección privada de un genio del surrealismo”. En St Petersburg lo leyeron y ahí comenzó la historia de un museo que abrió sus puertas en 1982.
La colección, en todo caso, es notable. Hay incluso piezas de un Dalí de diez y doce años que descubren un gran artista en ciernes. La visita guiada resulta deliciosa. Es una entretenida explicación en diez minutos de surrealismo para tontos. Los visitantes visten bermudas y camisas floreadas y lanzan exclamaciones cada vez que la guía les señala algún truco óptico. Los trampantojos ocultos y los guiños de ilusionista son lo que más les gusta, como cuando descubren el rostro de Manolete escondido en una sucesión interminable de bustos de la Venus de Milo en el cuadro más importante de la exposición, el más grande y el más caro. Estos juegos de prestidigitador les encantan de verdad, son como un preludio cultural del vértigo que van a buscar justo después en Orlando, capital de los megaparques de atracciones.
Originalmente publicado en ABC