javit0
Curveando
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LOS DÍAS CERO
Solemos comenzar a narrar un viaje a partir del momento en que llegamos al hotel, dejamos la maleta sobre la cama, comprobamos las vistas desde la habitación, la limpieza del baño y las botellas del minibar, pero el viaje ha comenzado mucho antes y siempre empieza con los ojos cerrados.
En un momento de mi viaje me encontré con este mural y no me sorprendió, más bien todo lo contrario, lo sentí como si estuviese esperándome. Esta frase ha resonado en mi cabeza desde que en 1992 vi la película “Léolo”, de Jean-Claude Lauzon. Si tuviese que elegir mi película favorita, sería esta. En ella un niño, Léolo Lauzon, repetía una y otra vez esa frase para reafirmarse en su cordura, buscándola en paisajes lejanos y desconocidos a los que solo podía llegar cerrando los ojos.
Cuando cierro los ojos salgo por la ventana flotando como una semilla, cuando los abro me encuentro frente a mí un esqueleto pesado e iracundo que ancla su vejez al suelo, desperdigando por todas partes su anatomía desvencijada. Una vieja BMW de 1977 que babea aceite con la dignidad con la que un púgil abatido se levanta de la lona para recibir su último golpe. Mis alas son ella y se sostienen en equilibrio sobre una inestable pila de ladrillos.
*Pincha sobre las imágenes para ampliar su tamaño.
Este es mi viaje y ya ha comenzado, pero no con el pitido del despertador al amanecer, ni con la moto reluciente esperándome cargada y lista en el garaje. Mi viaje comienza entre la herrumbre y el óxido, a ratos con los ojos cerrados y a ratos entreabiertos, sacando piezas y más piezas para guardarlas en cajas de cartón que empapan la grasa que escurre del metal, dejando a mi alrededor una pátina oscura y pegajosa que lo impregna todo.
Los días pasan y avanzo lentamente en el despiece por falta de herramientas. Te sientes como un cirujano intentando operar un aneurisma aórtico con un tenedor de postre. Poco a poco me he ido haciendo con un par de llaves dinamométricas, otras planas, acodadas, un vaso del 36 para las horquillas, galgas, un extractor para el rotor, pero siempre te faltan cosas y lo que podrías hacer en cinco minutos te lleva horas, ideando trastos ridículos que no siempre funcionan.
El basculante necesita unos puntos de soldadura, los rodamientos están desechos y las pistas machacadas, el eje secundario de la caja de cambios ha perdido dos dientes. Unos cables están roídos, otros secos como la corteza de un pan olvidado que se cuartea con solo tocarlo. Los muelles de la horquilla blandos y hundidos, los segmentos de los hidraúlicos doblados. Las zapatas cristalizadas, el disco de freno con más surcos que un vinilo. Varios retenes han perdido su estanqueidad haciendo que el aceite pase de su compartimento al contiguo para terminar rebosando. Las culatas necesitan un bruñido, los pistones aros nuevos, las válvulas guías, los cilindros tubos para las varillas empujadoras, etc, etc, etc.
Esta es mi moto, la que me acompañará en mi viaje. Pero no hoy, así que toca cerrar los ojos de nuevo.
Como un gran puzzle las piezas se van colocando, saliendo de las cajas para ser desengrasadas, arenadas, algunas rectificadas, otras directamente sustituídas, hasta ocupar de nuevo su lugar en la moto. Reviso las fotos que hice al desmontar para no cometer errores, aún así hay piezas que monto y desmonto hasta tres veces seguidas por haber equivocado la secuencia o incluso la posición. Nada es más útil que la experiencia en estos casos y yo me muevo por un camino desconocido por el que no recuerdo haber pasado.
Retenes, tóricas, juntas, tornillería de todo tipo y tamaño se raparte por las mesas improvisadas de la cochera a la espera de ser colocados. Van llegando las piezas que envié a reparar; las ruedas radiadas, con las llantas pulidas y los bujes arenados, las culatas bruñidas, la caja de cambios reparada.
Aunque la visión de la moto desarmada se ha convertido en algo familiar, poco a poco va engordando hasta que, con las ruedas en su sitio, vuelve a parecer una moto de nuevo. La verdad es que no se como me gusta más, pero necesito ir cerrando puertas y sobre todo necesito ordenar el garaje.
Llega el momento de girar la llave de contacto y pulsar el botón de arranque.
Dilato ese momento, en parte por miedo a la decepción, en parte por saborear el instante que marcará el final de muchos meses de trabajo. Mi pulgar derecho se coloca sobre el pulsador, lo oprime y se escucha el giro del motor de arranque y movido por este, también el del volante de inercia que hace girar a su vez el cigüeñal; pero en los cilindros no hay combustión y por lo tanto, la moto no arranca. Reviso las bujías, extrayéndolas de los cilindros. No hay chispa.
La decepción es relativa, pienso que después de todo lo raro hubiera sido que arrancase sin problema.
Hay que volver a desmontar. Quito la tapa del alternador. El calado del encendido no está bien hecho. Soy un estúpido, como puedo haberlo dejado tan mal. La chispa salta en las bujías cuando los contactos del ruptor se separan en una medida concreta, pero yo los tenía tan desajustados que no se llegaban a separar y por lo tanto la chispa era imposible.
Empiezo de cero, primero regulando la apertura del ruptor de los platinos a 0,4 mm. Después, para ajustar el avance, giro el motor manualmente desde el tornillo del alternador y con una bombilla de 12 voltios conectada al condensador y a masa busco el momento en que los contactos se separan. En ese punto la bombilla se enciende y el volante de inercia debe estar en la posición “S” en la mirilla del motor. Si su giro está desajustado hay que mover ligerísimamente el disco que sujeta los platinos hasta lograr la concordancia. Este proceso es precioso por su sutileza. Es como sincronizar el pálpito de un pequeño corazón que debe mover el cuerpo de un gigante. He necesitado varios intentos pero ha quedado perfectamente sincronizado para que sus puños de hierro golpeen de nuevo en su interior al ritmo del borboteo de una vieja cafetera.
De nuevo giro la llave de contacto, la corriente llega a las bobinas, se iluminan los pilotos del cuadro y ahora sin pausas protocolarias pulso el botón de encendido. El piñón del béndix del motor de arranque engrana con la corona del volante de inercia haciéndolo girar. Con él, los pistones suben dentro de las culatas. La válvula de admisión de uno de los cilindros se abre para dar entrada a la mezcla de aire y gasolina. El cigüeñal gira arrastrando al árbol de levas. El pistón vuelve a subir comprimiendo la mezcla. El ruptor de los platinos corta la corriente de los primarios de las bobinas provocando una corriente en los secundarios que genera la chispa en los electrodos de las bujías, explosionando la mezcla en uno de los cilindros. Su válvula de escape se abre liberando los gases que circulan por su colector estallando en el tubo de escape y sonando a vida, a despertar, a satisfacción. El ciclo de baile de válvulas y pistones se repite una y otra vez. Suelto el botón de arranque y el piñón del béndix se retrae. La moto está en marcha por primera vez en 18 meses y mantiene el ralentí con un martilleo pausado y continuo como si nunca se hubiese parado.
Ahora toca la burocracia, el seguro y la ITV. Y también plantear las reglas del juego, aunque autoimponerse reglas en un viaje en solitario pueda parecer ridículo. Las mías son solo 3: nada de GPS, nada de autovías, nada de hoteles. La ruta ya estaba decidida desde hacía mucho tiempo, cuando empecé a cerrar los ojos; cruzar los Pirineos desde San Sebastián hasta el Cabo de Créus. Bañar mis pies en el Cantábrico y llevarlos en volandas hasta el Mediterráneo. Es un viaje modesto si lo comparamos con los Alpes, o con Cabo Norte, pero para mi vieja moto y para mi se presenta como una verdadera aventura y en una aventura hay que prescindir de ciertas comodidades. No es cuestión de sufrir por sufrir, es cuestión de disfrutar de las cosas sencillas.
(Continuará)…
Solemos comenzar a narrar un viaje a partir del momento en que llegamos al hotel, dejamos la maleta sobre la cama, comprobamos las vistas desde la habitación, la limpieza del baño y las botellas del minibar, pero el viaje ha comenzado mucho antes y siempre empieza con los ojos cerrados.
En un momento de mi viaje me encontré con este mural y no me sorprendió, más bien todo lo contrario, lo sentí como si estuviese esperándome. Esta frase ha resonado en mi cabeza desde que en 1992 vi la película “Léolo”, de Jean-Claude Lauzon. Si tuviese que elegir mi película favorita, sería esta. En ella un niño, Léolo Lauzon, repetía una y otra vez esa frase para reafirmarse en su cordura, buscándola en paisajes lejanos y desconocidos a los que solo podía llegar cerrando los ojos.
Cuando cierro los ojos salgo por la ventana flotando como una semilla, cuando los abro me encuentro frente a mí un esqueleto pesado e iracundo que ancla su vejez al suelo, desperdigando por todas partes su anatomía desvencijada. Una vieja BMW de 1977 que babea aceite con la dignidad con la que un púgil abatido se levanta de la lona para recibir su último golpe. Mis alas son ella y se sostienen en equilibrio sobre una inestable pila de ladrillos.
*Pincha sobre las imágenes para ampliar su tamaño.
Este es mi viaje y ya ha comenzado, pero no con el pitido del despertador al amanecer, ni con la moto reluciente esperándome cargada y lista en el garaje. Mi viaje comienza entre la herrumbre y el óxido, a ratos con los ojos cerrados y a ratos entreabiertos, sacando piezas y más piezas para guardarlas en cajas de cartón que empapan la grasa que escurre del metal, dejando a mi alrededor una pátina oscura y pegajosa que lo impregna todo.
Los días pasan y avanzo lentamente en el despiece por falta de herramientas. Te sientes como un cirujano intentando operar un aneurisma aórtico con un tenedor de postre. Poco a poco me he ido haciendo con un par de llaves dinamométricas, otras planas, acodadas, un vaso del 36 para las horquillas, galgas, un extractor para el rotor, pero siempre te faltan cosas y lo que podrías hacer en cinco minutos te lleva horas, ideando trastos ridículos que no siempre funcionan.
El basculante necesita unos puntos de soldadura, los rodamientos están desechos y las pistas machacadas, el eje secundario de la caja de cambios ha perdido dos dientes. Unos cables están roídos, otros secos como la corteza de un pan olvidado que se cuartea con solo tocarlo. Los muelles de la horquilla blandos y hundidos, los segmentos de los hidraúlicos doblados. Las zapatas cristalizadas, el disco de freno con más surcos que un vinilo. Varios retenes han perdido su estanqueidad haciendo que el aceite pase de su compartimento al contiguo para terminar rebosando. Las culatas necesitan un bruñido, los pistones aros nuevos, las válvulas guías, los cilindros tubos para las varillas empujadoras, etc, etc, etc.
Esta es mi moto, la que me acompañará en mi viaje. Pero no hoy, así que toca cerrar los ojos de nuevo.
Como un gran puzzle las piezas se van colocando, saliendo de las cajas para ser desengrasadas, arenadas, algunas rectificadas, otras directamente sustituídas, hasta ocupar de nuevo su lugar en la moto. Reviso las fotos que hice al desmontar para no cometer errores, aún así hay piezas que monto y desmonto hasta tres veces seguidas por haber equivocado la secuencia o incluso la posición. Nada es más útil que la experiencia en estos casos y yo me muevo por un camino desconocido por el que no recuerdo haber pasado.
Retenes, tóricas, juntas, tornillería de todo tipo y tamaño se raparte por las mesas improvisadas de la cochera a la espera de ser colocados. Van llegando las piezas que envié a reparar; las ruedas radiadas, con las llantas pulidas y los bujes arenados, las culatas bruñidas, la caja de cambios reparada.
Aunque la visión de la moto desarmada se ha convertido en algo familiar, poco a poco va engordando hasta que, con las ruedas en su sitio, vuelve a parecer una moto de nuevo. La verdad es que no se como me gusta más, pero necesito ir cerrando puertas y sobre todo necesito ordenar el garaje.
Llega el momento de girar la llave de contacto y pulsar el botón de arranque.
Dilato ese momento, en parte por miedo a la decepción, en parte por saborear el instante que marcará el final de muchos meses de trabajo. Mi pulgar derecho se coloca sobre el pulsador, lo oprime y se escucha el giro del motor de arranque y movido por este, también el del volante de inercia que hace girar a su vez el cigüeñal; pero en los cilindros no hay combustión y por lo tanto, la moto no arranca. Reviso las bujías, extrayéndolas de los cilindros. No hay chispa.
La decepción es relativa, pienso que después de todo lo raro hubiera sido que arrancase sin problema.
Hay que volver a desmontar. Quito la tapa del alternador. El calado del encendido no está bien hecho. Soy un estúpido, como puedo haberlo dejado tan mal. La chispa salta en las bujías cuando los contactos del ruptor se separan en una medida concreta, pero yo los tenía tan desajustados que no se llegaban a separar y por lo tanto la chispa era imposible.
Empiezo de cero, primero regulando la apertura del ruptor de los platinos a 0,4 mm. Después, para ajustar el avance, giro el motor manualmente desde el tornillo del alternador y con una bombilla de 12 voltios conectada al condensador y a masa busco el momento en que los contactos se separan. En ese punto la bombilla se enciende y el volante de inercia debe estar en la posición “S” en la mirilla del motor. Si su giro está desajustado hay que mover ligerísimamente el disco que sujeta los platinos hasta lograr la concordancia. Este proceso es precioso por su sutileza. Es como sincronizar el pálpito de un pequeño corazón que debe mover el cuerpo de un gigante. He necesitado varios intentos pero ha quedado perfectamente sincronizado para que sus puños de hierro golpeen de nuevo en su interior al ritmo del borboteo de una vieja cafetera.
De nuevo giro la llave de contacto, la corriente llega a las bobinas, se iluminan los pilotos del cuadro y ahora sin pausas protocolarias pulso el botón de encendido. El piñón del béndix del motor de arranque engrana con la corona del volante de inercia haciéndolo girar. Con él, los pistones suben dentro de las culatas. La válvula de admisión de uno de los cilindros se abre para dar entrada a la mezcla de aire y gasolina. El cigüeñal gira arrastrando al árbol de levas. El pistón vuelve a subir comprimiendo la mezcla. El ruptor de los platinos corta la corriente de los primarios de las bobinas provocando una corriente en los secundarios que genera la chispa en los electrodos de las bujías, explosionando la mezcla en uno de los cilindros. Su válvula de escape se abre liberando los gases que circulan por su colector estallando en el tubo de escape y sonando a vida, a despertar, a satisfacción. El ciclo de baile de válvulas y pistones se repite una y otra vez. Suelto el botón de arranque y el piñón del béndix se retrae. La moto está en marcha por primera vez en 18 meses y mantiene el ralentí con un martilleo pausado y continuo como si nunca se hubiese parado.
Ahora toca la burocracia, el seguro y la ITV. Y también plantear las reglas del juego, aunque autoimponerse reglas en un viaje en solitario pueda parecer ridículo. Las mías son solo 3: nada de GPS, nada de autovías, nada de hoteles. La ruta ya estaba decidida desde hacía mucho tiempo, cuando empecé a cerrar los ojos; cruzar los Pirineos desde San Sebastián hasta el Cabo de Créus. Bañar mis pies en el Cantábrico y llevarlos en volandas hasta el Mediterráneo. Es un viaje modesto si lo comparamos con los Alpes, o con Cabo Norte, pero para mi vieja moto y para mi se presenta como una verdadera aventura y en una aventura hay que prescindir de ciertas comodidades. No es cuestión de sufrir por sufrir, es cuestión de disfrutar de las cosas sencillas.
(Continuará)…
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