Santiago40
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La pasada primavera, la del año 2013, mi K100 iba a cumplir los 100.000 kilómetros. Y yo, tras habérmelo currado bastante en los meses precedentes, tenía los días disponibles y el dinero (de ambos conceptos, estrictamente lo justo) para celebrarlo y alcanzar con ella esa meta motera por excelencia que, al menos en Europa, es Cabo Norte.
Así que allí nos plantamos. Para comprobar varias cosas. La primera, lo atinado de las crónicas que pueden encontrarse en este foro y que como guías no tienen precio; su lectura, un cambio de ruedas y el aprovisionamiento de latas, embutidos y vino fueron toda mi preparación. Lo segundo, que es una escapada de muchos kilómetros pero de escasa épica; aunque aquello está lejos de verdad, sigue siendo Europa, con todas sus comodidades e infraestructuras 'primermundistas', y puede llegar y volver de allí, en un plazo razonable de días, casi cualquier moto (iba con una viejita del 89) y cualquiera al que le guste estar muchas horas al manillar, sobre todo si tiene tantísima suerte con el tiempo como yo tuve. También, que, efectivamente, los precios en Escandinavia son imposibles para la mayoría de nuestros bolsillos y obligan a una renuncia tras otra a la hora de comer y dormir. Y, por último pero sobre todo, que sí es un viaje maravilloso, que permite apreciar paisajes totalmente exóticos para un europeo meridional, y que, en moto, como ocurre con casi todos los viajes, es aún mejor.
Yo fui en solitario, con el equipamiento que uso habitualmente, un montón de comida en el baúl y un saco de dormir que viene muy bien llevar para usarlo en las cabañas.
Lo que sigue es un relato apresurado, como lo fue el propio viaje, de lo vivido y recorrido durante 14 días y 11.500 kilómetros.
25 de mayo, Zaragoza-París. Me hubiera gustado probar la opción de subir hasta Hamburgo en tren, pero los billetes me resultaban prohibitivos. Así que tocaba iniciar el viaje haciendo muchos kilómetros. Para abrir boca, una panzada de más de mil. Alargo la jornada dándome un pequeño placer y cruzando a Francia por el Pirineo aragonés, por Bielsa. Subo luego hacia la capital francesa por Limoges, evitando así Burdeos. Para dormir, busco un hotel barato en la periferia parisiense, cerca del aeropuerto Charles de Gaulle. Me paso de ahorrador y el hotel es chungo de verdad, por dentro, donde duermo yo, y por fuera, donde lo hace la moto, pero nada nos pasa a ninguno de los dos.
26 de mayo, París-Lübeck. Otra buena tirada, dejando atrás Francia, cruzando Bélgica y Holanda y atravesando finalmente Alemania. En las autopistas sin límite de velocidad de este último país, no puedo exprimir la moto porque viajo prácticamente todo el trayecto bajo una tormenta de las fuertes. Parando lo justo para repostar, comer y tomar un par de cafés, llego a Lübeck con tiempo de sobra. Allí, en Travemunde, tomaré al atardecer el ferry que me llevará a Malmö. Un acierto para avanzar aprovechando la noche: el barco está bastante bien y el Báltico se muestra tranquílisimo; tan bien duermo, que casi se me escapa uno de los atractivos de este trayecto marítimo, el amanecer pasando bajo el imponente puente de Oresund, el que conecta Dinamarca y Suecia.
27 de mayo, Malmö-Estocolmo. He visto despertar el día desde el mar y ya estoy en Escandinavia. Tras una fugaz visita a Malmö sin bajarme siquiera de la moto, paro a tomarme un café, ya en la carretera. Es 'mi' primera gasolinera Statoil y es entonces cuando tengo la sensación de que comienza el viaje de verdad. La luz es distinta (los que hayáis estado por ahí arriba lo sabéis) y los paisajes y los paisanajes comienzan a serlo también.Tras unos primeros cientos de kilómetros entre bosques, con algunos renos asomando ya entre los árboles de vez en cuando, llego a Estocolmo a una hora prudente para registrarme en el hotel, en un barrio de las afueras, y salir a dar una vuelta por el centro. La rica, bella y habitualmente apacible capital sueca lleva unos días con unos disturbios que han sorprendido a medio mundo, pero, como suele pasar cuando se va de turisteo, ni los atisbo. Me pateo la ciudad durante cuatro o cinco horas y, cuando emprendo la vuelta al hotel, me llevo el primer susto del viaje. El GPS, que había colocado mal en su soporte, sale disparado en marcha, cuando circulaba, además, en el interior de un túnel apenas iluminado, en curva y con bastante tráfico. Milagrosamente, lo encuentro rápidamente y sigue funcionado sin problemas; más me vale, porque es un invento que me facilitará mucho las cosas los días siguientes.
28 de mayo, Estocolmo-Skelleftea. Rectas y más rectas, circulando rodeado por una naturaleza prodigiosa, con el Báltico siempre al este y con algunas sorpresas, como una réplica de la Ciudad Prohibida de Pekín asomando en el interminable bosque. Es el mundo al revés: cuanto más al norte, cuando ya puedes encontrarte pistas de esquí a nivel del mar, mejor es el tiempo, más despejado luce el cielo y más calor hace. Breve parada en Umea, ya en territorio sami, la ciudad universitaria que es en este 2014 una de las capitales europeas de la cultura. Y para dormir, la primera cabaña del viaje, en el camping de Skelleftea. En esa localidad decido terminar la jornada por cansancio. La luz ya no me guía, porque la noche se ha difuminado, es casi inexistente.
29 de mayo. Skelleftea-Inari. El paisaje va cambiando. Sigue el infinito bosque, pero es otro, con los árboles de copas más bajas, por los rigores invernales. Entrado ya en Finlandia, la carretera transcurre entre lagos. Y es junto a uno de ellos, donde me llevo el segundo, y último, susto del viaje: un pinchazo, el primero en mis muchos años en moto. Por supuesto, me ocurre en un mal lugar, cuando me encuentro lejos de la vía principal, a unos 10 kilómetros, en una pista en la que me he metido buscando un lugar tranquilo para comer. Afortunadamente, enseguida puedo comprobar las bondades de un spray para reparar pinchazos que llevaba olvidado bajo el sillín no sé cuánto tiempo y que me saca del apuro, sin necesidad de hacer nada más que ajustar la presión en la siguiente gasolinera. Unos kilómetros adelante, llego a Rovaniemi, donde hago una visita fugaz al tinglado montado alrededor del Círculo Polar y me topo con Papa Noel (es su casa, claro) ¡en moto! Aún avanzo algo más hacia el norte, entre una naturaleza cada vez más magnífica, abrumadora, y acabo en una cabaña básica pero asequible en el camping de Inari, también junto a un lago, con un montón de motos de nieve y algunas avionetas allí estacionadas. No hay oscuridad y, cenando, bastante tarde, disfruto con un tímido sol de medianoche y charlando con una pareja de Riga, con la que también coincidiré al día siguiente en la meta.
30 de mayo, Inari-Cabo Norte.Comienzo la jornada visitando el recomendable museo que hay en Inari dedicado a la cultura sami. Y a la moto rápidamente, porque espera el día grande. Los paisajes que veré a continuación me impresionarán como ningunos otros de todo el viaje: es el norte de verdad, con los inabarcables bosques finlandeses, casi sin pueblos que merezcan llevar ese nombre, rodando en una gozosa soledad, sin cruzarme apenas con nadie; y luego, ya en Noruega, la tundra y ese primer fiordo que se bordea hasta llegar a la isla de Mageroya, donde espera Cabo Norte. Cruzo el famoso túnel que conecta con el continente y, sin peaje alguno (es todavía mayo), llego a Honninsvag. Lleno el depósito, a más de 2 euros el litro, me tomo una coca-cola en la propia gasolinera, pagando otros 4 euros, y me doy una vuelta buscando alojamiento, pero todos los precios que encuentro son de ese nivel. La pequeña ciudad se me hace antipática y paso hasta de la consabida visita al bar de hielo. Acabo en un camping situado muy cerca del destino. Y acierto. Desde la misma cabaña se adivina ya el abismo que queda al norte y tengo por delante unas cuantas horas para estirar las piernas dando un paseo por los montes de alrededor, asomándome a los acantilados.
Tras la cena, llega la hora de la verdad. Había antes unas pequeñas brumas, pero ya se han disipado. Tras unos últimos kilómetros circulando entre esos parajes de magnífica desolación, ya estoy en Cabo Norte. El chaval que me cobra la entrada me asegura que en los tres años que lleva allí trabajando solamente había vivido un día (¿una noche?) así, con el cielo absolutamente despejado y una temperatura que, pasadas las 23,00, supera los 15 grados. No sé si exagera, pero sí soy consciente de mi gran suerte. La que estoy compartiendo con sólo unas cuantas decenas de personas más, no muchas más del centenar, entre los que están allí con sus autocaravanas, los que ha llevado un autobús de turistas y los seis o siete que han llegado con sus motos (por cierto, ni allí ni en todo el viaje vi una matrícula española). Me recorro todo el complejo, veo el audiovisual, las exposiciones... Pero el gran espectáculo espera fuera. Sale un brillante sol de medianoche, del que disfruto hasta pasadas las 2 de la madrugada. Los amigos letones que conocí en Inari allí están, maravillados también por el regalo del cielo. Viajan en autocaravana y se habían planteado marchar hacia el Mediterráneo, a Italia o, incluso, a España, pero las previsiones meteorológicas les empujaron a tirar hacia el norte y dieron en el clavo.
31 de mayo. Cabo Norte-Skjold. La noche sigue siendo inexistente, pero la brújula comienza a apuntar hacia el sur, hacia la fachada atlántica de Noruega, construida con una sucesión de fiordos, con paisajes de gran personalidad y belleza, elocuentes en su silencio, que van dulcificándose. De la visión de esa naturaleza voy disfrutando ensimismado hasta que, poco antes de llegar a la ciudad de Alta, en un pueblo, me multan: el equivalente a 200 euros por circular a 57 kilómetros por hora, 7 más del máximo permitido. El 'cazador' es un policía apostado entre los árboles de un parque, sentado en una silla de tijera con el rádar en la mano, sin coche ni gorra en la cabeza que lo delaten desde lejos. Otro agente me pasa la receta, que no hay que pagar en el momento y que, por tanto... Avanza la jornada y, a eso de las 21,00, me detengo por miedo a no encontrar alojamiento más adelante (abundan en todo el viaje, pero también hay largos tramos en los que no se encuentra nada). Acabo junto al fiordo de Skjold, en medio del bosque, en una casa que alquila un viejo hippy que escucha a los Doors a toda pastilla y vive en un tipi indio instalado en su terreno, junto a un precioso Cadillac.
1 de junio. Skjold-Bjerka. Otra sesión maratoniana, serpenteando entre fiordos, en la que comienza a ser necesario tomar algún ferry para ir avanzando y en la que vuelvo a cruzar el Círculo Polar (el tinglado en Noruega es mucho más discreto que el de Rovaniemi). Por primera vez, desde que llegué a Escandinavia, aparece la lluvia, que me acompaña varias horas, pero de forma bastante suave. Son las 22,00 cuando decido parar, y me cuesta encontrar algún lugar donde me atiendan. Acabo en una cabaña de un camping en un lugar cualquiera, sin nada especial.
2 de junio. Bjerka-Molde. Es el día en que el cuentakilómetros de esta viajera K 100 va a marcar los100.000. La etapa transcurre con muchos tramos de interior y ello sucede en un bosque magnífico, como todos los de por allí. Había pensado en pernoctar en Trondheim, donde llego al mediodía, y conocer la ciudad, pero es domingo y está muerta.Así que me doy una vuelta rápida y decido tirar hacia el sur... y la lío. Caía entonces una suave lluvia que luego se convierte en una fuerte tormenta que me acompañará durante horas. Otra vez se me hace tarde y no encuentro dónde dormir hasta casi las 23,00. Es en el camping de Molde (el peor del viaje).
3 de junio. Molde-Bergen.Tras tres jornadas que han sido forzosamente de transición, por este ritmo acelerado que llevo, esta etapa es de las de disfrutar de verdad. Para empezar, aguarda otra de las mecas motorísticas mundiales, la Carretera de los Trolls. No es el Stelvio, ni de lejos, pero tiene su cosa, y asciendo bajo una lluvia que aún le da más saborcillo. Luego transito por otra carretera de muy expresivo nombre, la de las Águilas, para acabar asomándome desde un majestuoso mirador al glaciar de Geiranger. Es realmente bonito y ya luce el sol para que pueda apreciarlo bien. Un ferry me lleva luego entre sus paredes, con tiempo para comer y descansar un poco, y por la tarde hago todavía bastantes kilómetros, hasta, de nuevo muy tarde para las costumbres de Noruega,a eso de las 22,00, y cuando empezaba a desesperarme por no encontrar nada disponible (la temporada fuerte aún no ha comenzado), consigo alojarme en una cabaña frente a un lago, cerca ya de Bergen. Estoy solo en el camping.
4 de junio. Bergen-Gol. Madrugo como siempre,enseguida llego a Bergen, y me doy una vuelta por esta turística ciudad, que está muy animada junto a su mercado de pescado. Había valorado la opción de montar aquí en un ferry para conectar con el continente y ahorrar tiempo y kilómetros, pero se me va de presupuesto. Así que toca darle gas otra vez y pronto me encamino hacia el sureste. Un trayecto de nuevo muy entretenido, con las tenebrosas iglesias de madera, con los larguísimos túneles (de hasta 20 kilómetros), con un tramo en altura, en las montañas, en el que llega a chispear algo de nieve... No voy a llegar a Oslo a una hora prudente, así que renuncio a la ciudad y me detengo en un valle en el que coinciden varios campings, en el único de ellos que ofrece conexión a Internet.
5 de junio. Gol-Copenhague. Quiero llegar a tiempo a la capital danesa para encontrar algo abierto, así que, al igual que todos los días, no puedo entretenerme. Paso de largo Oslo, perdiéndome por su periferia pese al GPS, llego a Suecia y, sin abandonar la autopista, acabo cruzando el puente de Oresund que a la ida vi desde abajo, desde la cubierta del barco. Ahora, desde arriba, sin nada de viento, es una experiencia plácida conducir tantos kilómetros sobre el mar. En Copenhage me alojo en el hotel Saga, muy bien situado, junto al centro, y que me permite dejar la moto en el patio. Hace un día magnífico, la ciudad está llena de vida, sus calles y sus terrazas, y da gusto pasearla.
6 dejunio. Copenhague-Gante. Ya con la moto, me acerco a echar un vistazo a Christiania, el barrio libre, y a la Sirenita, el símbolo de la ciudad. Y, de nuevo, hacia el sur, dejando atrás Dinamarca tras un salto marítimo en ferry desde Rodby hasta Alemania. El tiempo me acompaña siempre, alargo la jornada, vuelvo a pasar por Holanda y Bélgica y, en este último país, llego hasta Gante, a un hotel barato de la periferia, con el tiempo justo para dormir.
7 de junio. Gante-Pamplona. Una última panzada, de casi 1.200 kilómetros, siempre por autopista. Cruzo París, atascada como siempre, y lo hago a la manera local, serpenteando entre los coches tras otras motos, y sigo avanzando sin más problemas. Hasta que ya estoy cerca del destino, en las Landas, y el cielo comienza a oscurecerse. Las siguientes horas no serán muy agradables: tormentón y la noche, que por estas latitudes sí que existe, que se me ha echado encima. Así, hasta el final. Llego casi de medianoche y totalmente empapado. Y es que, como FUERA de casa... en ninguna parte.
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