Y continúa la historia...
Miércoles 20. Al Hoceima-Meknes. 327 kms.- Acabo de entrar en un restaurante para cenar en Meknes y estoy solo. No hay ni un cliente, solo el camarero, que es clavadito a Edy Murphy y yo. El día comenzó desayunando en frente de la bahía de Al Hoceima, en el restaurante del hotel Mohamed V, junto a un par de mesas ocupadas por militares marroquíes. En una de ellas se sentaban cuatro oficiales y en la otra un solitario sargento al que los primeros ni se dignaban a mirar. Cuando ha aparecido lo que he supuesto un general o alguien de muy alto rango, todos se han levantado y han saludado marcialmente al primero. Hasta a mí me dieron ganas de levantarme... Desayuné algo muy sabroso parecido a crepes.
Como amanece a las 05:00 y a las 06:00 ya estaba listo, tuve que esperar hasta las siete a que abrieran el comedor.
Pagué los 500 dirhams correspondientes al hotel, a la cena y a las cervezas de la noche anterior y me puse en marcha. No quería abandonar Villa Sanjurjo sin antes conocer de primera mano nuestro Peñón de Alhucemas, de manera que de forma instintiva y por calles anodinas me dirigí al otro extremo de la bahía, desde donde suponía se podría divisar el mar más hacia el este y por allí localizar el Peñón. Pero no fue así. Tras callejear a mi aire logré la posición opuesta a mi hotel y obtuve una nueva perspectiva de la ciudad y su playa, pero nada del trocito español. Así que pasé al plan B y me puse a preguntar, en francés, por “L'Ile d'Al Hoceima”.
Ni L'Ile ni nada de nada. Por ese nombre los pocos parroquianos a los que pregunté no conocían nada. Así que rescaté de mis lecturas sobre este enclave el nombre de la población que durante la Guerra de Marruecos llegó a convertirse en campo de trabajo para los prisioneros españoles frente al Peñón de Alhucemas: Axdir. En este pueblo, o lo que fuera entonces, sufrieron nuestros soldados y algunas de sus mujeres e hijos ante la impotencia de los que desde el islote los veían sin poder hacer nada.
Y así funcionó. En cuando pregunté al primer viandante por Axdir, o Ajdir, me dieron las indicaciones oportunas (o inoportunas, que en muchas ocasiones las indicaciones marroquíes te pueden llevar a cualquier sitio) para llegar a mi destino.
El Peñón de Alhucemas parece un enorme barco anclado a apenas dos kms de una destartalada playa, en la que dos soldaditos vigilaban con prismáticos los movimientos del barco que junto al islote parecía desembarcar personal y otros enseres. Me hice un par de fotos junto a la Colorá con aquel trozo de España al fondo y me puse de nuevo en marcha hacia Meknes via Ketama.
Ya en ruta me crucé con un 4x4 cuyo conductor me miró y tocó el claxon un par de veces, como muchos otros coches con los que me he cruzado en este viaje. Al poco me detuve en un cruce para preguntarle a un policía por el camino a seguir. Y escuchando las instrucciones del amable gendarme estaba cuando oigo a mis espaldas y en español: “¿Eres amigo de Gonzalo?” ¡Ahí va la hostia! Si era Juan, el colega de Gonza. Así que despaché amablemente al solícito policía con un educado “shukran” y charlé durante un rato a pie de carretera con mi nuevo amigo. Quedé con él en llamarlo cuando llegara a Tanger al final de mi viaje.
A partir de aquel punto la carretera se convirtió en curvas y más curvas. No sin cierto temor me dirigía hacia Ketama, la capital del granero del kifi de Europa, en donde me tendría que desviar de la ruta que lleva a Tetuán para coger el camino hacia Fes . Poco antes de llegar a la mencionada Ketama vi las indicaciones a la izquierda para proceder a Fes y Meknes. Se divisaba la población al fondo, en un valle verde amarillo con un núcleo urbano concentrado en el centro y numerosas edificaciones dispersas a su alrededor, y una carretera con un asfalto prometedor hacia el sur justo en mi camino.
Tomé esa carretera, me hice unas fotos y observé con recelo la ciudad con nombre de grupo musical a mis pies. He oído varias historias de incautos turistas que se han dejado engatusar por amables vendedores de hachis y que después han sido denunciados por los mismos a la policía.
La ruta era genial, con buen asfalto y cada vez más curvas y más alto, más verde y menos gente. Hasta que en unos 40 ó 50 km llegó el desastre. Creo que una buena pista de trail habría sido mejor. Terminé pisando grava, barro, piedras, vadeando riachuelos, esquivando apisonadoras y todo tipo de maquinaria , pero lo conseguí. Y lo que es más, terminé en una solitaria y maravillosa carretera por la que no pasaba ni Dios (ni siquiera Alá)... ¡Cómo no! si parecía que yo fuera el único que no sabía que por allí estaban de obras...
Cuando llegué a la población de Taounate, ya en la carretera principal que tendría que haber tomado desde Ketama, paré a repostar y tomar un te en una gasolinera-café. Allí terminé charlando con un chaval que hablaba bastante bien francés (mejor que yo y muchos marroquíes con los que había hablado hasta entonces) y que me invitó a la coca cola calentorra que finalmente tomé.
Y unos 100 km más tarde llegué a la civilización. Fes, sus alrededores, me recibieron con un enjambre de tráfico de lo más heterogéneo: mobilettes y scooters detartalados, furgonetas hasta los topes, viejos mercedes, grand y petit taxis que conducen en aparente desorden. Pregunté, esquivé prometedores guías y “representantes” de hoteles y terminé haciendo el circuito completo alrededor de Fes. Me enviaron a la Autorute y acabé en la carretera nacional, no sin antes tener que preguntar varias veces, ante la escasez de señales que de vez en cuando te sorprende.
En 60 km llegué a Meknes y me introduje hasta el fondo, buscando la situación lógica de la Medina para localizar el Riad (una especie de hotelito con encanto) que había reservado esa mañana desde el Mohamed V. Pregunté a un policía y este llamó a su amigo Khalid, un guía no oficial que se defendía bastante bien en español, que me condujo al Riad y me propuso dar una vuelta por la medina. Le dije que sí pero impuse mis condiciones: “nada de tiendas amigo, o te pago menos de los 200 dirhams acordados”. Eso no le hizo ninguna gracia, claro, pues inmediatamente me dijo con pena que si los kilims, que si las especias...
El Maison D'Hote Riad no es nada barato: los 600 dirhams que acordé con la señorita que me atendió superan a los dos hoteles en los que me alojado hasta ahora. Pero merece la pena. Este establecimiento es una casa grande en el medio de la ciudad vieja de Meknes, reformada, decorada con todo lo viejo que sus dueños han encontrado, desde radios antiguas a máscaras africanas y viejos libros en árabe y francés, jumías bereberes y mesitas y cojines marroquíes. La habitación es coqueta, con su cama con dosel, su baño pequeño y limpio e incluso su aire acondicionado.
Me duché y salí a la calle para dejarme conducir por mi nuevo “amigo”. Khalid me soltó la retahíla aprendida sobre cada una de las puertas de las diferentes mezquitas de la medina, me presentó a algunos amigos suyos que trabajan en los diferentes talleres que visitamos: telares, carpinterías, calderas; me habló de su familia, de sus cinco hijos, de su mujer, a la que deja no llevar velo y vestir como ella quiera, y me terminó llevando a la tienda de su cuñado.
“No hay mal que por bien no venga”, pensé, ya que de todas formas tenía pendiente la compra del regalo para mi mujer y mi hija, pero eso no era lo acordado. Así se lo dije a Khalid, pero entré en la tienda y compré una pulsera, un anillo y un colgante de plata, después del inevitable regateo.
Khalid no protestó cuando le pagué sólo 150 dirhams y lo consideró justo (más le valía, pues seguro que se llevaría la comisión correspondiente por la venta de su cuñado). Me despedí de él y volví al Riad dispuesto a tomar un baño y un masaje en el “hamman” que me habían recomendado.
El hamman estaba a escasos doscientos metros del hotel brujuleando por el laberinto de callejuelas de la medina. Con mi toalla, el jabón, el bañador bajo los vaqueros y poco más de los once dirhams (un euro) que me dijeron costaba la sesión, me dirigí allí cansado y contento. Entré por un pequeño portal, pagué en una especia de taquilla que había en la entrada, me dieron un recibo y me dijeron (por señas, ya que allí nadie hablaba francés, español ni por supuesto inglés) que siguiera al negrazo de 2x2 que salió a recogerme. El tal personaje me quitó el recibo de las manos y me hizo pasar a una especie de vestuario con un largo banco corrido a todo alrededor y numerosas taquillas de madera pintadas de blanco, atornilladas a la pared a la altura de mi cabeza. Me dio un cubo de latón y una escudilla, me indicó que me desnudara y que lo siguiera. Así lo hice y me introdujo en una especie de sala alicatada hasta el techo abovedado todo en blanco, rodeada de grifos a la altura de las rodillas, con el suelo enlosado, llena de vapor, muy caliente, que comunicaba con otra igual de unos diez por cuatro metros, y esta con otra de características similares. Me dejó en la última sala, en la que un señor con sus dos hijos y un par de jóvenes estaban tirados en el suelo, echándose agua por la cabeza desde el cubo y con la escudilla correspondiente, y me indicó que primero me quedara allí y que después pasara a la sala anterior. Y allí me quedé un buen rato, haciendo lo que yo veía hacer a los demás, hasta que me aburrí y pasé a la sala anterior. Al rato vino el negrazo y me indicó que me echara boca bajo en el suelo. Y entonces comenzó la paliza.
Me gustan los masajes, me encanta hacer estiramientos, disfruto relajándome. Pero aquello fue un martirio. Me retorció, me vapuleó con la mano abierta, me restregó todo el cuerpo con una especia de bayeta que más parecía papel de lija, me estiró hasta el límite del dolor. Yo me quejé en español y blasfemé a discreción ante las risas de los niños y sonrisas del resto de los clientes que por allí se remojaban, pero aguanté con mi orgullo de español en tierra infiel.
Pero el resultado fue genial. Salí de allí flotando y sin rastro de dolores musculares que me quedaran por los km realizados ese día.
Me he cambiado en la habitación, he cogido un petit taxi y he llegado a este restaurante, el Metropol, un establecimiento de comida internacional y marroquí en el que tomo varias cervezas como único cliente en compañía de mi camarero, Edy Murphy.
De vuelta al Riad, me tomo un te en la terraza y me voy a la cama. No puedo más.
Jueves 21. Meknes-Volúbilis-Tanger. Tarifa-Sevilla. 285+ 200 km.- Hoy me he caído. Ha sido de la manera más tonta, menos mal. Después de tomar el camino equivocado, gracias a la colaboración de los amables mequineses, he terminado en una carretera de mala muerte que me ha conducido hasta Volubilis. Nada más llegar, y buscando dónde aparcar entre varias furgonetas turísticas y sobre un suelo irregular de piedras y tierra, he perdido pie a 0 km/h y se me ha caído la moto. En mi intento por no caerme yo también, tras abandonar la Megacolorá a su suerte, he terminado rodando por el suelo ante los atónitos, más bien impasibles, ojos de un par de turistas franceses y tres o cuatro vigilantes de coches. Pero no ha sido nada, ni para la moto ni para mí; el único herido ha sido mi orgullo, al no poder decir que en más de 1000 km por Marruecos no había tenido percance alguno.
Volúbilis es precioso. Emana misterio y fascina. Estuvo habitado hasta el año doscientos y algo después de Cristo, sufrió posteriormente la expoliación de sus piedras para la construcción de palacios en Fes y Meknes, y terminó por caer a consecuencia del terremoto de Lisboa. Merece una visita pausada y a conciencia, pero ya voy con las horas contadas y no tengo tiempo más que para dar un corto paseo, rechazar al guía de turno que me ofrece sus servicios, hacer unas cuantas fotos y marchar.
El resto hasta Tanger lo hago de un tirón. Sólo he parado un par de veces, en los pertinentes controles de la policía. En uno de ellos he charlado unos minutos con el agente, que se lamentaba de lo vieja que es su Honda 750 cc y que están esperando a que les entreguen nuevas motos como la mía.
Al llegar a Tanger, después de 80 km a 120 km/h por la autoroute, he sacado el billete del Fast Ferry para las 15:00. No eran ni las 14:00, pero he tenido que darme prisa para poder pasar los pertinentes controles aduaneros que son, como siempre, lentos y pesados. Sin embargo esta vez y gracias a la siempre “atenta” ayuda de los
buscavidas aduaneros y previo pago de 40 dirhams a uno y 50 a otro, he conseguido pasar raudo veloz por todas las barreras que la frontera marrroquí impone. Vamos, que soy de los primeros en entrar con mi vehículo en el barco y media hora antes de la hora de salida ya estoy sentado con mi Cruzcampo y mi bocata de jamón en la mano. Mi pequeña aventura africana se acabó; ya solo me quedan los 200 km desde Tarifa a Sevilla.
He llamado a mi nuevo amigo Juan y me he despedido de él, contándole que ya voy con algo de prisa, pues quiero llegar a casa antes de la noche y con la diferencia horaria tengo el tiempo justo y en mi contra.
Han sido cuatro días muy intensos, con muchos kilómetros para lo que yo he hecho habitualmente en los últimos años, en los que he disfrutado de cada momento, cada paisaje, cada persona que he conocido, cada carretera (de asfalto o tierra) y en los que he comprobado lo que ya sospechaba de los marroquíes. Fuera de los circuitos turísticos habituales, en los que la gente está maleada y picardeada por el atractivo del viajero europeo con euros en el bolsillo, lejos de las ciudades imperiales y las rutas panorámicas del desierto y las montañas más conocidas, te puedes encontrar con el Marruecos de verdad, amable y hospitalario. Gente que te ayuda (aunque algunas veces no te manden por el camino más corto) sin pedir propina; niños que te saludan sonrientes sin pedirte un regalito; parroquianos que te invitan en los cafés de las gasolineras...
No digo que el resto del país no sea interesante, que lo es y más -lo sé de primera mano- desde un punto de vista monumental y paisajístico -el desierto, las cashbas, las poblaciones del sur son incomparables- pero en esta ocasión he vivido algo diferente y real a la vez. Algo que quedará para siempre en mi corazón.