Seguro que a alguno le interesará este post. Historia, lucha y aventura.
http://lacomunidad.elpais.com/miquelsilvestre/2012/5/13/1861-1981
yo creo que nos interesa a todos los compañeros, asi que coloquemoslo con el permiso del pais...
1861, 1981, 1961, 1981. El calor a las siete es ya asfixiante. Hace apenas una hora que ha amanecido y parece que sea mediodía. Mis poros se han abierto nada más salir del climatizado ambiente artificial del hotel. En cuanto empiezo a trotar sobre los restos de la muralla me veo anegado por el sudor. Demasiada cerveza anoche, demasiado calor esta mañana. 1981, 1981, 1861, 1981. Mis pasos resuenan sobre los viejos baldosines pero yo no los oigo. Mi cabeza está conmocionada por el ruido que atruena a través de los auriculares. Es esa música letal que uso para mis vídeos. El punk rock de Bad Religion, The Lillingtons, The Queers, o los himnos celtas llenos de güisqui y mala leche que tanto gustan a mis compis del Facebook: The Porters, The Killingans, The Mahones, The Skels, Flogging Molley... Quién me iba a decir que esas macarradas que con 43 años ya no debiera escuchar resultarían tan fabulosas para acompañar las imágenes de un viaje en moto. Al menos de un viaje en moto como el que yo estoy haciendo.
1861, 1981, 1861, 1981. Esta música salvaje no solo sirve para iluminar mis breves películas de siete minutos, es sobre todo la banda sonora e íntima de mis correrías matutinas por todo el planeta. El café negro y el rock me permiten romper la inercia, la pereza y la resaca. Gracias a ellos puedo cumplir con mi rito diario de desintoxicarme corriendo para sentir que, a pesar de todos mis excesos, mantengo un hábito saludable, al menos una constante sana en el caos que rige mi vida, en ese desorden vital que me costó más de una mujer, harta de esperar un regreso o una estabilidad que yo no podía ofrecer. 1981, 1981, 1981, 1861. En mi reproductor Mp3 tengo ahora mismo 1250 canciones que suenan aleatoriamente. A veces pasa bastante tiempo hasta que vuelvo a escuchar una, y entonces recuerdo exactamente donde y en qué situación y paisaje sonó por primera vez y hasta donde la conseguí. 1861, 1981, 1981, 1861.
Por ejemplo, “Real, Real Gone”, de Van Morrison, una de mis favoritas. Siempre me recordará a esos amores que se acaban definitivamente, esos que se han ido para siempre. Me encontraba en Irlanda. Había dejado mi trabajo y me largué allí en moto a pasar un verano y aprender inglés. 1981, 1861, 1861, 1861. Fue quizá mi primer gran viaje. Mi primera dosis de auténtica libertad, de sentirme bien conmigo mismo. Fue el comienzo de lo que sería la REO al descubrir el rastro de los náufragos de la Armada Invencible, esos 10.000 desgraciados muertos allí sin que apenas nada los recuerde. Aquel día estaba solo en un pequeño restaurante de comida rápida, bebiendo mi segunda pinta de Guinness, cuando la oí. No la conocía pero me gustó al instante. Por esa voz profunda, estaba claro que era el León de Belfast. Pero con tan enorme discografía, a saber qué canción de todas. Pregunté a la rubia camarera. Era joven, demasiado. No sabía. Pero en la mesa de al lado un tipo almorzaba con su novia. Se giró hacía mí y me dijo el título. Esa también fue una de las primeras veces en que pensé lo maravilloso que era viajar solo y estar abierto a recibir regalos de los demás. Ese tipo me había hecho uno cojonudo.
1861, 1981, 1981, 1861. Esta música y el ejercicio físico van lanzándome a la vida, al despertar, a mí ser en el mundo. El sueño se va disipando igual que la torpeza mental. Entonces, poco a poco, voy levantando la mirada del suelo y dejo de contar piedras o adoquines como un autómata. 1861, 1981, 1981, 1981. Es entonces cuando tomo conciencia de donde estoy. Es entonces cuando doy gracias por el nuevo día, por estar vivo, por ser quien soy y por hacer lo que hago. Es ahora mismo, en este mismo momento, bajo este horrible calor tropical, cuando por fin me doy cuenta de que es mi primer día en Manila y que estoy corriendo sobre la fortificación de la vieja ciudad. De las murallas hacia dentro, es Intramuros, donde está la Catedral o la iglesia de los Agustinos. Ya estoy despierto y empapado en sudor. Ahora veo lo que piso. Los adoquines de la muralla llevan unos números escritos. 1861. 1981. La primera fecha me cuadra. Son adoquines españoles pues la colonia se perdió en 1898. En previsión de la guerra debieron remodelarla solo unos años antes.
Poro la segunda me sorprende. 1981. Si son adoquines de hace dos siglos ¿por qué esta otra fecha del siglo XX? ¿A santo de qué este extraño 1981 tan cercano en el tiempo? ¿Una premonición, una cita con el futuro? No lo entiendo. ¡Que raro! Sigo corriendo y sudando. Me pican los ojos debido a la traspiración que me mete en ellos llena de sales y residuos de cerveza. Observo los inútiles cañones asomados a las almenas, los rascacielos de Makati City al fondo, la torre del reloj del ayuntamiento, la muchachada que va apareciendo para asistir a clase en la Universidad, el anómalo campo de golf a la vera de las murallas. Contemplo este paisaje por primera vez. Recuerdo mi viaje hasta aquí y de vez en cuando miro hacia el suelo y veo como mis pies pisan ora un 1981, ora un 1861. Los últimos días han sido duros, muy duros, pero también muy intensos. Llenos de emociones.
Arribé a la isla de Leyte después de abandonar Luzón y rendir homenaje a Magallanes en el lugar donde lo mataron. Fue un grande que perdió la vida antes de obtener la gloria que merecía. 1861, 1981, 1981, 1861. Cuando desembarcó en Filipinas, islas que el llamó de El Poniente, lo peor de su travesía estaba hecho. De 5 navíos y más de 250 hombres que salieron en 1517 de Sanlucar de Barrameda regresaron solo 18 enfermos a bordo de un maltrecho cascarón. Los peores momentos los pasaron intentando encontrar el estrecho que les permitiera superar el escollo de América y probar que era cierta la teoría de que el mundo era redondo y que yendo más allá se podría llegar a las Molucas, último extremo oriental conocido por los portugueses. Fue en esa singladura atlántica cuando perdió los barcos y la mayor parte de los hombres. Muerto el héroe, Elcano logró concluir el viaje. Lo sabemos todo gracias al cronista a bordo: el veneciano Pigafetta, que nunca enfermó y siempre apuntó cada detalle. A él le debemos también la primera constancia notarial de que se puede robar o perder un día al tiempo. Llegados el 9 de julio a Cabo Verde, ya en la costa occidental de África, preguntaron a los portugueses qué día era. “Jueves”, respondieron, para gran sorpresa de Pigafetta, cuyo puntilloso diario señalaba miércoles. El viaje hacia occidente les había hurtado un día entero de su vida.
Recordar este prodigio me hace fijarme de nuevo en los adoquines. 1861, 1861, 1981, 1861. La ordenación de las fechas es aleatoria, absurda, por más que le busco un orden e intento decenas de combinaciones no encuentro pauta alguna. De algún modo es como cuando un mosca se azota contra una ventana intentando encontrar la salida. Eso fue lo que le pasó al malagueño Ruy López de Villalobos. La división del mundo entre españoles y portugueses tras el Tratado de Tordesillas partía de una concepción plana del mundo, pero el viaje de Magallanes demostró que no era así. Las Islas del Poniente eran un enclave estratégico que un gran rey como Carlos V ambicionaba para poder comerciar con las Indias sin pasar por territorio bajo dominio lusitano. En 1542 zarpó de La Nueva España (Méjico) una flota de 4 navíos y 400 hombres al mando de Villalobos con el objetivo de fundar una colonia en ese archipiélago. 1861, 1981, 1861, 1861.
A Villalobos se le debe dar el nombre de Islas Filipinas en honor al entonces príncipe, el futuro Felipe II. Lo hizo en Leyte. Pero más allá de eso, la expedición fue un completo fracaso debido a que aunque lo intentaron repetidamente, no encontraron el camino de regreso. Como moscas contra una ventana, las corrientes y los vientos adversos los devolvían al punto de partida. Acosado por los nativos hostiles, eligió entre la sartén y las brasas y se dirigió a las Molucas. Allí los portugueses lo encarcelaron. Débil y enfermo, murió en prisión, pero aún en el lecho de muerte disfrutó de una feliz paradoja. Su confesor fue el jesuita Francisco de Jasso, quien sería luego fuera canonizado como San Francisco Javier, el explorador olvidado que visité en Goa.
1861, 1981, 1861, 1861. Me resulta casi increíble el camino recorrido hasta ahora para llegar aquí. ¿De verdad lo he hecho? ¿Es cierto que he venido a Filipinas en moto y que he cruzado Europa, África, India, Nepal y Asia? He alcanzado todos mis objetivos y ahora me parece estar soñando y que todo hubieran sido imaginaciones mías. Pero no es así. Sé que ahora mismo estoy vivo y despierto. Los ojos me escuecen por el sudor, el esfuerzo me hace jadear y el cansancio acumulado hace que duela la espalda.
Solo los dos últimos días han sido tan duros que parecen imposibles. Dejé atrás Catbalogan sobre las 9 de la mañana y me dirigí hacia el norte de Leyte. Tuve mucha suerte y no llovió. Casi un milagro. La carretera se alternaba. A veces muy buen firme y otras asfalto agrietado. Mucho calor. Sudaba a mares dentro de mi traje a pesar de llevarlo abierto. Sobre las 12 y media llegué a Allen, punto desde el que zarpan los ferrys hacia Luzón. Mi llegada causó la sensación habitual. La pobreza de esta gente es tal que se fijan hasta en los detalles menores de mi equipo, como mis gafas de sol. Para mí ya no existen, son invisibles. No son como mi reloj suizo que ya me he quitado y sustituido por el de plástico que traía en esta previsión. Pero para ellos no son invisibles. De un vistazo detectan todo lo que tienes y ellos no.
—¿Cuánto cuesta la moto?—inquiere un joven marinero.
—Mucho. Qué más te da.
—¿Y las gafas? ¿Cuánto cuestan?
Me sorprendió la pregunta. No la esperaba. No sé lo que cuestan estas gafas. Me las proporcionó Adidas Eyewear como patrocinio. Son fabulosas pero ignoro su valor.
—¿Son originales?—insiste.
Preguntar si son originales significa si no son una falsificación.
—Sí, originales.
—Entonces son caras.
Sí, lo son, sin duda lo son para este desgraciado que navega de ida y vuelta entre dos orillas por el salario mínimo, si es que eso existe en Filipinas. Sin embargo, tiene más suerte que los chiquillos que veo nadando en el puerto. Sin escolarizar, muy delgados y morenos, fibrosos pero haciéndose adultos demasiado deprisa. Me refiero a esa forma viciosa de adultez. Con apenas 12 años ya fuman como carreteros sin que nadie les reprenda. Los pasajeros les arrojan monedas y ellos bucean para alcanzarlas. Suben por las maromas a las cubiertas superiores ante la indiferencia de la tripulación y se lanzan al agua haciendo cabriolas. Son acróbatas y tienen sangre pirata en sus venas. Pero lo que no tienen es futuro.
Cogí mi bolsa de depósito y salí de la bodega. Un hijo de puta mantenía encendido el motor de su autobús y resultaba asfixiante permanecer en ese espacio cerrado. En la cubierta todos los asientos estaban ocupados. Me senté en el suelo y el cansancio se apoderó de mí. Me quedaba todavía una hora y media hasta cruzar el estrecho de San Bernardino. Me tumbé cuan largo soy sobre la dura plancha de hierro, cerré las cremalleras de los bolsillos de pantalón para evitar hurtos, apoyé la cabeza en la bolsa y me quedé profundamente dormido. Desperté atontado y perplejo. Miré mi reloj. Había pasado una hora entera a pierna suelta tendido entre una multitud que iba y venía sin importarme ni la suciedad ni la incomodidad del lecho metálico.
Me di cuenta en ese momento de lo lejos que había llegado en mi viaje y no solo geográficamente. Mi cuerpo y mi espíritu se habían transformado. Se habían endurecido, sí, pero también embrutecido. Ser capaz de dormir en semejante situación significaba que ya estaba hecho de otra pasta, de una pasta similar a la de todos esos tipos desarrapados que he visto durmiendo en la calle en África, India, Nepal o Asia. Ya me da todo igual. Comer con las manos, la mugre, las cucarachas, el agua no potable. Al mismo tiempo, dormir así significaba que estaba muy cansado. Que estoy muy cansado. Que me exijo mucho, quizá demasiado, que cada día es una prueba más a superar conduciendo, escribiendo, haciendo fotos y grabando vídeo.
1861, 1981, 1861, 1981. Alcanzar Luzón solo fue el principio de otro largo viaje. El ferry atracó y la escena de los niños se repitió. Saltaban desde nuestra cubierta y el horizonte verdísimo de palmeras y azul del mar les hacía de perfecto marco a su insensata libertad. Envidié su agilidad, su esbeltez, su juventud, su alegría espontánea, pero no su porvenir. En poco tiempo se repetirá en ellos el triste fenómeno que he visto en África. Los críos africanos miran el mundo como estos críos. Con grandes ojos llenos de curiosidad. En cuanto pasan la pubertad se apaga el brillo, se torna mate el fondo de su mirada, se embrutecen y se convierten en hombres gastados antes de tiempo. No me gusta ese salto dramático entre la inteligencia infantil y la idiocia del adulto, tal vez causada por la inercia, el no pensar y el exceso de alcohol. En los países musulmanes odio que no se pueda beber cerveza a gusto; pero en los cristianos odio las dimensiones de su consumo, especialmente entre los más pobres.
Subí hacia el norte. Luzón es diferente. No sé como describirla ni por qué, pero es diferente a las otras islas. Dejé a mi lado el volcán Bulusán como preludio del Mayon, en las cercanías de Legazpi City. Cuando llegué a sus estribaciones eran ya las 4 de la tarde. Llevaba conduciendo desde las 9 y estaba muy cansado. Pero quería hacer la foto del cono. Según me iba acercando, las nubes lo cubrían y la perspectiva no era buena. No quería dormir en Legazpi. La ciudad era mediana pero populosa y sucia. No vi ningún hotel apetecible o al menos tolerable. Preferí seguir y dejar de lado la oportunidad de una fotografía al amanecer. Me consolé pensando que tampoco era tan importante. Que al fin y al cabo yo no había venido a Filipinas para hacerle la foto a un cráter, por muy perfecto que fuera. Me alejaba de la ciudad cuando de pronto, a derecha vi un claro. Un pedazo de prado refulgente de verde y al fondo, imponente y grandioso, el gran cono perfecto del Mayon. Metí la moto a lo bestia. El piso estaba encharcado pero la ocasión lo merecía. Aparqué, me bajé y chapoteé en el arrozal hasta tener un buen encuadre y disparé. Lo atrapé. El volcán era mío, lo contemplé unos instantes y me fui. Los siguientes kilómetros los hice casi sin sentir, aupado por mi felicidad de cazador de mariposas.
1861, 1861, 1981, 1861. En una pequeña aldea llamada San Miguel vi un edificio sólido y macizo. Una construcción moderna pero de aspecto castellano. O al menos de lo que en Filipinas se puede considerar castellano. Pensión Casa de Piedra. Me gustó. Una corazonada. 900 pesos es un precio más que razonable. La habitación limpia y con una buena cama. Dejé mis cosas y pregunté por un lugar para comer. Me encontraba hambriento y sediento. Desde el desayuno no disfruté bocado alguno y este maldito calor… Había un restaurante un poco más allá. Le pregunté a la dueña si tenía cerveza. Respondió que no, pero que cuántas quería, porque podría ir a comprar las que necesitara.
En la casa trabajaban cuatro mujeres. La encargada, hija de la dueña, dos sobrinas de 17 años y una camarera de 24. Me convertí en la estrella de la noche. Todas me atendían solícitas, encantadas de tener a un Joe, porque aquí soy un Joe. He dejado de ser un mister. Joe era como llamaban a los soldados americanos. Los blancos somos todos joes. Asi me saludan por la calle. “Ey, Joe”. Y yo les respondo igual. “Ey Joe”. Y todos reímos y nos lo pasamos bien.
—¿Por qué solo?
—Porque me gusta.
—Pero ¿y tu esposa?
—No tengo esposa. Ni hijos. Solo tengo una moto. Me gusta así. Está bien como está. Soy libre de ir y venir.
—Eso es muy triste.
—A veces lo es. Pero no hoy. Estoy encantado de estar con vosotras.
—Pero ¿por qué no tienes esposa?
—Porque nadie me quiere.
—Eso no puede ser cierto. Eres muy guapo. Quédate en San Miguel y verás como encuentras esposa.
—No lo dudo. Pero tengo que irme. Mi casa es el camino.
—Eso es muy triste.
—Puede ser. Pero no esta noche. Ponme otra cerveza.
Recuerdo que tras acabar con las seis que había pedido regresé caminando por la carretera mientras pasaban incesantes los camiones. Desperté aturdido y resacoso. Tome el café con agua fría y cuando me espabilé algo salí a correr. El tráfico ya bien de mañana era espeso y el aire irrespirable. En cuanto vi un camino que se desviaba de la carretera me metí por él. Entre las palmeras y los arrozales, pronto arribé a otro mundo. El de la Filipinas rural. En cuanto te apartabas veinte metros del arañazo asfaltado de la Panphilippines highway, aparece la senda de barro, las casas sin saneamiento, las vacas, los perros, los gallos, los críos descalzos… hacía atrás cuarenta años. Pero con televisión. Ese altavoz de ilusiones falsificadas. Los monigotes que veían en los anuncios no tenían nada que ver con estas personas tan rústicas. Los protagonistas de los comerciales son jóvenes urbanos de flequillo engominado que tal vez existan en algún barrio pijo de Manila pero que en absoluto son representativos de la realidad existente en el país. Pero ahí estaban. Danzando en la pantalla como si fueran el símbolo de la normalidad guay a la que se aspira.
Regresé empapado, tan bañado en mi sudor como ahora. 1981, 1861, 1981, 1861. Me duché y arranqué en dirección Manila. Estaba lejos. A más de 450 kilómetros. Diez horas, me advirtieron. Y no mentían. El tráfico y las obras se sucedían. Poco a poco, fui acercándome a mi destino. Cada vez más impaciente por llegar. Es Manila, me decía. Es Manila, la deseada. El destino. Y como siempre, los últimos kilómetros, los más largos. Hasta que se produjo el milagro. Una autopista. Una autopista de verdad, con sus dos carriles y sus peajes. A 100 por hora me lancé hacia el centro de la ciudad. En realidad son varias ciudades apiñadas en torno a la bahía y al pequeño enclave de Intramuros. Cuando entré en la zona amurallada lo ví como el símbolo de mi victoria. El monumento al 400 aniversario de la expedición de Legazpi en 1564.
El “Viejo” y yo tenemos algo en común. No la grandeza. Claro. Yo no soy un grande por muy lejos que viaje, solo soy un hombre pequeño en un tiempo confuso. No trato de conquistar cumbres ni fundar ciudades, solo de contar historias porque nací y moriré escritor y aunque un día no tenga lectores ni fuerzas para montar en moto, seguiré escribiendo sin obedecer a ningún amo. No hay esponsor suficientemente importante para moverme una coma. Como aquellos capitanes que reprimían motines sin piedad, mi discurso es lo único que tengo y por protegerlo tal cual es, he apartado compañeros de viaje, perdido novias y rechazado cheques. Y así será hasta al final. Yo no soy un grande como lo era Legazpi aunque sí tengo una virtud que la falsa modestia nunca me hará negar. Soy esforzado. Lo aprendí en casa. Sin esfuerzo no hay recompensa alguna. El talento, la genialidad, la inteligencia, la belleza física… todo eso son dones que te regala Dios o la naturaleza. No se puede estar orgulloso de ello. Pero el esfuerzo es solo nuestro. Nos pertenece. Y el mío es solo mío. Como el de Legazpi era solo suyo.
Miguel López de Legazpi no era marino cuando recibió la encomienda del Virrey de la Nueva España de comandar una flota que colonizase Filipinas. Yo tampoco era un aventurero cuando abandoné mi cómoda plaza de registrador. Hidalgo segundón, estudió para letrado, se hizo notario (escribano) en Guipuzcoa y para poder prosperar se marchó a America, allí, gracias a su buen saber de leyes y procedimientos, siguió escalando en su carrera como alto funcionario hasta enriquecerse y ser Alcalde Mayor de Ciudad de Méjico. Cuando ya tenía casa, hacienda, familia y la vida más que resuelta, recibió una encomienda a la que podía haberse negado.¿Por qué no lo hizo? Era mayor, lo llamaban “El Viejo”, y ya tenía fortuna y posición. ¿Para qué meterse en ese lío? ¿Qué pintaba en semejante aventura? ¿El ansia de riqueza? Imposible. Vendió todo y de su propio dinero armó una flota en la que reclutó a sus propios familiares. El oscuro burócrata arriesgó cuanto tenía en pos de un sueño. Y lo consiguió. Su viaje fue un éxito. Pacificó las islas, firmó tratados y fundó Manila. Pero la vida es eso que te pasa mientras planeas otras cosas y Miguel López de Legazpi no disfrutó los premios de su esfuerzo. Murió arruinado en Manila en 1572 sin saber que Felipe II le había nombrado Gobernador Vitalicio de Filipinas con una jugosa renta.
Cuan cambiante es la vida. Qué mudable, corta e injusta puede ser. Sometida siempre al albur de las aleatorias combinaciones, la suerte, el destino, la fama o la riqueza. Magallanes descubrió las Filipinas y lo pagó con su vida. No recibió el blasón que merecía y que sí consiguió su subordinado Elcano. “Tu Primus circunmediste”, tú, el primero que me circunnavegó. Villalobos las bautizó en honor de un príncipe lejano por el que vino a dar la vida; murió preso en una cárcel enemiga. Legazpi alcanzó todos sus objetivos, pero nunca obtuvo la riqueza merecida a pesar de poner en la empresa todos sus esfuerzos. No hay gloria completa. Pero así es el juego. Supongo que ellos asumían ese riesgo en el cargo y que eso es lo que les diferencia de nosotros, siempre quejosos si las cosas no salen como deseamos. Sin embargo, ellos sí sabían que los adoquines del destino marcan una fecha u otra en función de cómo los hayan colocados, y que ese orden desigual hay que asumirlo como inherente a la partida. Ora 1861, ora 1981.
1981, 1861, 1861, 1981. Ahora entiendo la razón de esta inaudita doble fecha que parece no tener sentido. Sobre el barro fresco con el que se hacían estas losetas se grababan siempre los números 1861, la fecha correcta de fabricación. Pero según el adoquín se colocara por el obrero del derecho o del revés la fecha mudaba en más de un siglo. 1861 o 1981 según se mire. Una mera cuestión de descuido o tal vez de lógica implacable. Puede ser que al trabajador que los puso no le importara en qué orden estuvieran colocados. Pero pudiera ser también que estuvieran así dispuestos con toda intención. Este pasillo sobre la muralla se recorre en las dos direcciones. Yo mismo estoy regresando ahora. Los equivocados 1981 que viera al avanzar ahora se tornan correctos 1861. Lo mismo le sucede a los 1861 de antaño, que hogaño se vuelven fecha errada. Piso los últimos peldaños de la muralla y me dirijo al hotel con los ojos enrojecidos por el sudor y la emoción. Ahora que estoy completamente despierto pienso en que la existencia es así y así hay que aceptarla porque los adoquines del destino están siempre ordenados en el orden adecuado aunque muchas veces no los entendamos.
Fantástico artículo como siempre Miquel.
Estás haciendo historia a lomos de tu moto y nos la estás escribiendo y contando a los demás.