A finales del XIX, en los montes de Triano se organizó la mayor explotación de hierro del mundo. Aquella fiebre dejó grandes riquezas en Vizcaya y modeló un paisaje alucinante, co
www.diariovasco.com
TRIANO, LA MONTAÑA DEVORADA
A finales del XIX, en los montes de Triano se organizó la mayor explotación de hierro del mundo. Aquella fiebre dejó grandes riquezas en Vizcaya y modeló un paisaje alucinante, con enormes cráteres y ruinas industriales
ANDER IZAGIRRE
Sábado, 28 julio 2007, 03:08
Al pueblo viejo de Gallarta se lo tragó la tierra. Carmelo Uriarte, minero jubilado de 75 años, mira al lugar en el que nació y sólo ve un socavón de doce millones de metros cúbicos (equivale a un hueco tan extenso como ocho campos de fútbol y 200 metros de profundidad). En los años 50 descubrieron que debajo de Gallarta se extendía un inmenso yacimiento de hierro y empezaron a comerse el pueblo a golpe de dinamita.
«¿Y no era una aldea!», dice Uriarte. «Tenía siete mil habitantes, el frontón más grande del País Vasco con 16 números, iglesia, ayuntamiento, varios colegios. Hacia el año 59 o 60 empezaron a trasladar a las familias a otras casas que construyeron más allá, en el Gallarta nuevo, pero algunos seguimos unos años en el pueblo viejo. Vivíamos al borde de la mina y aquello era terrible, todo el día con las explosiones y las polvaredas».
Las dimensiones de aquella mina, bautizada como Concha II, resultan espeluznantes. El borde del socavón está a unos 200 metros de altitud; el fondo, 17 metros bajo el nivel del mar. Todavía más abajo, mucho más abajo, se despliega una impresionante red de galerías: cincuenta kilómetros de pasadizos subterráneos que alcanzan los 205 metros bajo el nivel del mar. Y dentro de ese laberinto existen sesenta cámaras de veinticinco metros de alto por cien de ancho: suficiente para albergar la catedral de Burgos en cada una de ellas. «Fue el mejor criadero de hierro de Europa», explica Uriarte. «En otros sitios sacaban mineral con una ley del 46 o el 48%. Aquí tenía como mínimo un 58% de hierro». Las mejores vetas se agotaron en veinte o treinta años; al final recurrieron a las partes menos ricas y la rentabilidad cayó en picado. Porque la explotación fue realmente intensa: la mina empezó a funcionar en 1961; durante los años 70 se llegaron a extraer 2,2 millones de toneladas anuales de mineral (la segunda mayor cantidad del continente); ya en 1984 se terminó la explotación a cielo abierto y en 1993 se clausuraron las últimas galerías. Quinientas personas trabajando hora tras hora vaciaron el monte durante tres décadas.
La mina mató al pueblo pero dio vida a sus habitantes. Muchos gallartinos trabajaron en la Concha II, como venían haciendo desde varias generaciones atrás en los yacimientos de la comarca, en los montes de hierro de Triano. Los habitantes de Muskiz, Abanto-Zierbena, Ortuella, Trapagaran o Galdames presumen de tener una sangre saturada de hierro: la minería ha sido el eje de sus vidas durante siglos. Por eso, cuando a mediados de los 80 empezaron a cerrarse las últimas explotaciones, Carmelo Uriarte sintió pena: «El trabajo era muy duro, sí, pero también era nuestra vida. Nuestras raíces están en las minas. Y yo, por pura añoranza, por sentimentalismo, empecé a recoger materiales abandonados. Primero tornillos y tenazas, pero luego fui rescatando barrenas, taladros, vagonetas, cada vez más cosas». Otros mineros le echaron una mano, también su hijo Aitor, y poco a poco acumularon una cantidad inmensa de herramientas, máquinas y documentos. Cuando ya no tenían dónde guardarlos, les cedieron el matadero del viejo pueblo de Gallarta, que se había salvado de la desaparición porque se encontraba en las afueras. «Y ahí, en 1986, abrimos un museo minero que ahora es el más antiguo de España», explica Uriarte, actual presidente de la Fundación Museo de la Minería del País Vasco.
Cantar el alirón
El socavón de Concha II sólo es un episodio más en la historia minera de la comarca. Eso sí: es el último episodio, con el que se liquida un oficio que se practicaba en estas tierras desde la prehistoria. En tiempos romanos, el historiador Plinio el Viejo habló de «una gran montaña de hierro» en la costa cantábrica. Más tarde, las ferrerías medievales transformaban el metal en anclas, aperos de labranza, clavos y armas que se exportaban a media Europa. La metalurgia vizcaína ganó tanta fama que durante un tiempo en inglés se usó la palabra bilbo como sinónimo de algunos hierros (como en esta cita de Shakespeare en Hamlet: «I lay worse than the mutines in the bilboes». «Me sentía peor que los amotinados con sus grilletes»).
La verdadera fiebre del hierro estalló hacia 1876. Aprovechando el final de la guerra carlista, la supresión de aduanas, las facilidades para exportar y los permisos para instalar ferrocarriles, las empresas británicas trajeron a la Margen Izquierda del Nervión una oleada de inversiones. Aquí tenían un hierro excelente, cerca de un gran puerto, mano de obra barata y la posibilidad de trabajar a cielo abierto todo el año (no como en las minas escandinavas).
Se instalaron docenas de compañías -entre ellas 64 inglesas- que invirtieron millones y millones, emplearon a 12.000 obreros y llegaron a producir 6,5 millones de toneladas anuales de hierro (la décima parte de toda la producción mundial). Fue una época frenética, un hervidero humano que desfiguró el paisaje: destruyeron montañas, desviaron ríos, abrieron balsas gigantescas, instalaron hornos de calcinación, tendieron tranvías aéreos para bajar el hierro en baldes hasta los cargaderos del puerto, construyeron planos inclinados para las vagonetas, trazaron la red ferroviaria más densa de Europa. Al calor del hierro se levantaron las industrias siderúrgicas, los astilleros, las compañías navales, los grandes bancos, las fabulosas riquezas de la burguesía vizcaína. Era el tiempo de «los hornos de Barakaldo, que alumbran todo Bilbao». Y el tiempo del alirón, el grito de una época efervescente. Si el hierro extraído era muy puro, los mineros cobraban paga extra. Se pasaban la noticia con un canto triunfal: ¿Alirón! ¿Alirón! Eran las palabras que los ingenieros británicos habían escrito con una tiza en el mineral: All iron. ¿Todo hierro!
Miserias y rebeliones
No todo era euforia. Los obreros padecían condiciones tan miserables que la esperanza de vida llegó a caer por debajo de los 30 años. En épocas tan tempranas como 1827 ya había mineros que habían construido chabolas en la zona alta de la montaña, cerca de los yacimientos, para no tener que subir todos los días. Con la gran fiebre del hierro brotaron las aldeas champiñón, racimos de barracones que se levantaron en el monte, y en 1877 se fundó el poblado de La Arboleda (así llamado porque se situaba junto al único resto de bosque que resistía a la deforestación brutal). En cada barracón se hacinaban grupos de mineros que se organizaban con el sistema de camas calientes (tres o cuatro personas se turnaban por horas una misma cama, apenas un tablón) y había chabolas ocupadas por varias familias que incluso cocinaban en el interior. Las jornadas laborales eran terribles -diez horas y media en invierno, trece en verano-, las neumonías se propagaban voraces, los accidentes dejaban un reguero constante de heridos y muertos.
A la dureza se le añadían los abusos de los patronos. Por ejemplo, los mineros estaban obligados a hacer la compra en los economatos de la empresa, que aplicaba precios abusivos (hasta un 40% más caros que en Bilbao) y los restaba de los sueldos, que se quedaban en migajas. Por eso la Margen Izquierda fue terreno abonado para el sindicalismo más peleón. Los mineros vizcaínos organizaron en 1890 una de las primeras huelgas generales de toda España. El general Loma, encargado de reprimir el levantamiento, conoció de primera mano las condiciones de vida de aquella gente -«en estas casas no deberían vivir ni los cerdos»- y terminó mediando en la negociación: se permitió a los obreros comprar y vivir donde quisieran y se redujo la jornada a una media de diez horas.
Esas miserias las conoció Antonio Yunquera, 85 años, que empezó de minero con 15 pero ya mamaba los dramas mucho antes: «Recuerdo a mi padre llegando agotado, empapado, con los choclos cubiertos de barro. Si tocaba picar mineral y cargarlo, daba igual que cayera un chaparrón, había que picar y cargar. Yo vi eso desde chaval. En la escuela, a los que teníamos el padre en la mina, nos dejaban salir una hora antes para llevarles la comida. Y nosotros, con 13 o 14 años, queríamos empezar a trabajar cuanto antes para ganar algún dinerillo. Es que en las casas había muchos hijos y mucha necesidad. Y por ahí vinieron las huelgas: por la necesidad. Subían el pan cinco céntimos y se montaba una tremenda, pero siempre daban la cara los que más necesidad tenían. Había esquiroles, claro, y buenas palizas se llevaban. Era muy duro, porque en las huelgas aparecía la Guardia Civil y se llevaba a unos cuantos al cuartelillo. Y allí dentro nadie sabía lo que pasaba. Pero mereció la pena, porque gracias a las huelgas se consiguió todo lo que tenemos ahora: jornadas de ocho horas, buenos sueldos, vacaciones Y la jubilación, porque entonces a los viejos sólo les quedaba pedir. Si no podías trabajar, no cobrabas. Yo recuerdo una imagen muy dura: aquellos pobres viejos, después de toda la vida en la mina, que bajaban cojeando por la carretera para ir a pedir limosna a Las Arenas o a Portugalete».
La memoria de aquellos tiempos está guardada en el Museo de la Minería de Gallarta. Doce o catorce mineros jubilados se reúnen los viernes para reconstruir los viejos elementos de su oficio. Antonio, a sus 85 años eléctricos, es el mayor de todos y el héroe aclamado del grupo: trabaja en el taller todos los días. Carmelo Uriarte, el presidente, señala un montón de herrajes torcidos y oxidados: «Te parecerá chatarra, pero con eso vamos a reconstruir otra vagoneta. Porque aquí no creamos nada nuevo. Todo lo que ves -vagones, caballetes de tranvías aéreos, fraguas - es material auténtico. Rescatamos piezas que están perdidas o enterradas en las galerías y las volvemos a ensamblar con las técnicas y las herramientas de antes». Este patrimonio se ha recuperado gracias a la tarea voluntaria de esta cuadrilla de jubilados. Entre ellos se toman el pelo, pero Carmelo les rinde justicia a media voz: «Son unos auténticos artesanos, unos genios. Pero nos vamos haciendo viejos y quizá ésta sea la última vagoneta que se reconstruya».
Al menos, Carmelo y sus compañeros saben que con el trabajo de los últimos veinte años han cumplido un acto de justicia: recordar que la prosperidad de Vizcaya se levantó sobre los hombros de aquellos mineros